martes, 6 de septiembre de 2011

Bautismo

El pelado lo siguió al Tata ese domingo por la tarde. Lo siguió como suelen seguir los chicos a su madre cuando los llevan al dentista. -¡Ufa! -rezongó el pelado-. Era un hecho inevitable.
El sol tenue se dejaba divisar delicadamente detrás de las grandes y nuevas  construcciones de hormigón que se asomaban desde el otro lado de la autopista 25 de Mayo. Faltaría poco para que el único agente inmobiliario de la zona comience a llenarlas. La noche acaecía mientras el Pelado continuaba rezongando sabiendo que no tenía nada por hacer. El Tata era de esos tipos que no se dan por vencido ni aun vencido.
El Pelado sintió como un viento arremolinado y frío lo acariciaba por detrás del cuello. Levantó los hombros y deslizó la cabeza hacia atrás en un acto reflejo. La mirada fiera del Tata lo seguía ante cada movimiento. Y entonces le ofreció un cuello polar que tenía en una pequeña mochila marrón algo desgastada. El Pelado se lo calzó si vacilar.
No había una comunicación muy fluida entre el Pelado y el Tata. Algo que el más grande de la familia siempre se reprochó. Sin embargo, existía un respeto mutuo que, a pesar de la edad, se sentía a cada paso que daban. El Tata rondaba los 23, mientras que su hermano había cumplido 15 el último martes.
Las estrellas comenzaron a rellenar rápidamente el cielo oscuro. Unas pocas nubes grises se dejaron ver demostrando que la tormenta eléctrica que había pronosticado el servicio meteorológico para el lunes era errada. Aunque no era algo que el Pelado y el Tata pudieran precisar, el tiempo pintaba ideal. Y una sonrisa se reflejaba en la cara del más grande. Lo peor ya había pasado.
Como una enorme y cálida manta, Colorado cobijó los sueños de la familia. Esa ciudad distinguida que poseía los picos más altos de las montañas rocosas en el sur de los Estados Unidos, se transformó en una esperanza de vida para su viejo, humilde laburador, que abandonó su querido Boedo junto con una ilusión de prosperidad que nunca llegó.
Diez años pasaron hasta que pegaron la vuelta. Él, el Pelado y el Tata. Diez años hasta que se instalaron nuevamente en la esquina de Albarracín y Santander. La misma esquina donde el Tata jugaba a la pelota día y noche emulando con una Pulpo bordó los goles del Nene Sanfilippo.
La euforia desmedida y ese aliento desbocado se hacían sentir a cada paso que el Pelado y su hermano daban por el viejo empedrado de las calles de Boedo. Bajaban de los edificios, salían de los negocios aledaños y confluían fervorosos en la Avenida Perito Moreno y Varela. Allí donde el estadio Pedro Bidegain sentó sus cimientos en 1993. Fueron tiempos de alegrías, tiempos de tristezas. Fueron tiempos de lucha. Una lucha incesante para volver a tener un lugar propio. Una identidad. Lo cierto, es que por diferentes canchas desfilaron durante algo más de doce años los colores de su querido San Lorenzo. El viejo lo sabía y su hijo más grande también.
Eran tiempos difíciles. Pero su amor por la camiseta era aún más grande que ese primer amor amateur que tuvo el Pelado esa noche de invierno. Esa que llevaban día y noche pegada a la piel. Al corazón. Esa misma que el Tata le regaló en un paquete muy bien presentado el último martes al Pelado. A pesar que ese domingo lo seguía al más grande de prepo; sus ojos brillaron de alegría esa mañana en el desayuno. La casaca era hermosa.
El reloj del Tata adelantaba unos pocos minutos como deseando oír ya el pitido inicial del partido. A esa altura del día serían más o menos las 18, dedujo sin pensarlo el querido y respetado hermano mayor. A unas pocas cuadras se dejaba divisar una larga fila pintada de colores. Gorros, banderas, cornetas y camisetas azulgranas dibujadas en una increíble postal que revelaba la tradición futbolera de cada tarde de domingo. Delante de un vallado irregular y oxidado un frágil cordón policial regulaba a groso modo el ingreso incesante de la gente. La fila pintada de colores se iba desvaneciendo a paso agigantado, mientras que un grupito de chicas -a caso serían siete u ocho- se resguardaban del intenso frío bajo una bandera grande que rezaba “Las santas de boedo” en delicadas letras góticas.
 Las 19 era el horario pautado para el inicio del encuentro entre San Lorenzo y Gimnasia y Esgrima La Plata. Primera fecha del campeonato Clausura y todas las expectativas puestas en el equipo del Bambino, el Pampa Biaggio y compañía. Esmero y confianza, mucha confianza partían como las premisas fundamentales de un técnico que venía trabajando hace cuatro años en el club y pretendía, como ya lo había hecho alguna vez con River, vestir a “su” San Lorenzo de Almagro de gloria.
El Pelado y el Tata se acomodaron en la popular local perpendicular al arco que minutos después ocuparía Passet. Su viejo siempre dijo que ese era el mejor lugar para apreciar la riqueza técnica del jugador y la variedad táctica del equipo. Más allá de los cuantiosos elogios que caían de maduros sobre las espaldas de gladiadores de mil batallas como Passet, Ruggeri y Biaggio, los once primeros nombres que citó la voz del flamante estadio fueron acompañados por una lluvia de gritos y aplausos.
Nunca había visto algo así. Nunca en su corta relación con la vida que en algún momento supo dividir sus sentimientos más allá de una elección. Los ojos color avellana del Pelado se deslumbraban envueltos en una espesa nube de humo azul y rojo que desaparecía poco a poco de la punta abrillantada de las bengalas, que blandían algunas manos desconocidas. A un costado, un pelado como él, pero de una barba prominente y despareja, por cierto, necesitó de ayuda para subirse a un para avalanchas y, como un maestro de orquesta de espalda al espectáculo, comenzar a dirigir con todas sus fuerzas la fiesta de la tribuna. El olor a choripán de los puestitos de arriba se mezclaba entre el suave Givenchy del gentleman de abajo y el repulsivo -al menos para el Pelado y el Tata- aroma a porrito, que se elevaba como una espesa niebla y que tapaba las fosas nasales del más chico. Bajaron un par de escalones.
El primer tiempo pasó sin pena ni gloria. Las voces gastadas y las gargantas cansadas se silenciaron hasta llegar a un minúsculo cúmulo de sensaciones. Los diversos puntos de vista dejaron entrever a tantas opiniones y pensamientos futboleros, que por el momento las ideologías de muchos quedaron enterradas bajo los alineados tablones de maderas. Al lado de una parejita que compartía sus sensaciones con un moreno que lucía un Piluso con los colores del Ciclón, el Pelado observaba callado y deseando que su estadía en el estadio pasara lo más rápido posible, cómo el Tata discutía vehementemente con un tipo de traje, que bien podría parecerse al patrón de su hermano mayor. Tipo bonachón, de unos 40 años de edad, criticaba a viva voz las constantes subidas del Ruso Manusovich alegando la falta de aptitud técnica para pegarle a la pelota. El tata, malhumorado, primero por algunos fallos desacertados del referí y segundo por el comentario poco agraciado de aquel hincha que se ufanaba por tener aires de grandeza, se despachó con un bombardeo dialéctico deportivo institucional que ni hasta Víctor Hugo hubiese podido igualar. La riña no pasó a mayores.
El Tata dirigió su mirada hacia su hermano menor y lo rodeó con su brazo derecho. El Pelado levantó su vista y se acomodó para recibir al equipo. El segundo tiempo estaba por comenzar. Las banderas flamearon nuevamente y un rugido desmedido empezó a rellenar las gradas vivas de gol. A los pocos segundos un nuevo maestro, esta vez algo más joven, tomó la batuta de la hinchada, mientras el compás delicado de algunas trompetas se hacía sentir a cada paso que daban sus cinco integrantes. Las gargantas de las miles de almas que cubrían de azulgrana las plateas y populares locales liberaron su éxtasis contenida a diez minutos del final. Explotó ese grito de gol encerrado que dejó ver ante la lupa de Dios las amígdalas del Pelado y la mirada desencajada del Tata abrazando al verdugo de Manusovich en el momento exacto en que Rivadero, que había ingresado por el Gallego González, estampaba su firma en la red visitante. Uno a cero y a llorar a la iglesia, los primeros tres puntos del campeonato se quedaban en Boedo. Los ojos vidriosos del Tata se reflejaron en las pupilas de su hermano menor y entonces el Pelado sintió el deseo de abrazar con todas sus fuerzas al más grade. Sus mejillas se rozaron. Una lágrima bordeó su ñata y finalizó su recorrido en los labios del Pelado, que exhaló cansado y contento a la vez y sintió como un sabor salado se disolvía en lo más profundo de su ser. Final del partido. El Tata limpió con un gastado pañuelo cuadrillé los ojos del Pelado y presurosos pegaron la vuelta.
Caminaron un par de cuadras y el sonido de la euforia ganadora se iba apagando a medida que sus pasos los alejaban más y más del estadio. El más grande miró al más chico, le acomodó el cuello de la camisa, sacó su billetera de cuero y buscó 20 pesos que el Pelado guardó sin chistar en su bolsillo izquierdo. Luego le recordó con voz firme y segura que no volviera tarde… su querido hermano menor tenía su primera cita.

No hay comentarios:

Publicar un comentario