miércoles, 25 de mayo de 2011

Revés sin aire

El bar de los sábados ya no será el mismo. No porque haya desaparecido como suelen desaparecer las cosas en los relatos del genial Stephen King, sino porque su alma había muerto. El bar de los sábados, como suelen llamarlo Buby, Macana, el gordo y el Toto, permanecía en su sitio. Y quizás algún ex presidente nunca se imaginaría que, tiempo después y en la Argentina, su nombre sería la puerta de bienvenida hacia salón del fondo, allí  donde el ser humano entrega sin pudores día por medio su espíritu querible y sus miserias más profundas. Las dos caras de la moneda se hacen visibles en cada previa, en cada partido, y en cada punto. El bar de los sábados ya no será el mismo. Ese que da la bienvenida hacia salón del fondo.
Los días pasan y el bar de los sábados se va muriendo cada vez un poquito más. Desgastado como un amor intrascendente. Sólo cuerpos laxos que intentan sobrevivir al furor diario de sus obligaciones. Sólo cuerpos laxos que intentan evadir el silencio de las obligaciones. Abrazado por dos paralelas singulares se encuentra el salón del fondo, como suelen llamarlo Tito, Rafael, Visera y Noble cada vez que se telefonean para asistir sin peros y con apuro a revalidar ante sus compañeros su condición de campeones del mundo, aunque todos y ninguno más que ellos saben que no lo son. No lo serán nunca.
El salón del fondo reúne a la gente aún más que el bar de los sábados. Cantidad que alguna vez se vio infinita y que hoy prorrumpe a gritos su necesidad de calor. Su ausencia se siente todavía más entre junio y septiembre. Esos meses en que los días son más cortos y las noches más largas. Ahí el salón del fondo pierde todas sus fuerzas, sus ganas de vivir. Y ni hablar del grupo de los cinco. Aunque alguna vez fueron ocho o nueve… o quizás diez, en realidad no importa. El grupo de los cinco se junta a tomar café, a jugar al dominó
--cuando sus deterioradas articulaciones se lo permiten-- y a eludir al tiempo discutiendo si Palermo le había pegado al arco o había tirado un centro. Sin embargo, también necesitan calor, quizás más, al igual que el bar de los sábados y el salón del fondo.
         Cajita de sorpresas, el salón del fondo aglutina estilos, categorías y sentimientos dispares. Todos se agrupan de lunes a sábados para dirimir sus diferencias y enaltecer sus emociones encerradas. Las paredes del salón del fondo están pintadas de un tiznado negruzco y desigual. Más la pared de la derecha, regla básica si las hay. Los botes incluso se relacionan con el desequilibrio y es aún más interesante observar como su herramientas de trabajo --para muchos el arma más leal-- se transforma en un espejo que refleja sus debilidades. No importa cuanto hayan gastado. No importa cada centímetro de confianza que hayan depositado. No importa ese toque elemental adquirido. Siempre van a ser las receptoras de sus debilidades. Hasta que digan basta.
         Las condiciones varían en el salón del fondo. Está el zurdito que nunca aprendió a pegarle con la derecha y el derecho que nunca se animó a pegarle con zurda. El principiante que tiene que hacer banco y esperar que un amigo lo acompañe y el talentoso al que lo llevan siempre, aunque vaya de revés sin aire. También está el langa que juega cualquier partido --por más que después pierda por diez tantos-- y el astuto que elige siempre al mejor para defender su postura. O el mejor que siempre juega con el principiante que hace banco porque quien dice ser su amigo no lo lleva. Quizás podamos toparnos con el gordito al que le dan dos piques. Esa parejita imbatible a la que todos le quieren ganar y esa parejita de nabos a la que todos le quieren robar. Las condiciones varían en el salón del fondo. Falta calor en el bar de los sábados.
         La foquita no quiere creerlo. Buby, Macana, el gordo y el Toto no se dejan imaginarlo. Tito, Rafael, Visera y Noble mantienen la calma que no demuestran en la cancha. Y el grupo de los cinco que alguna vez fueron ocho, nueve o diez ahora son apenas tres. Muchos le vaticinan poco tiempo de vida. Muchos a contramano de lo que la realidad impone le auguran un futuro prometedor. A pesar que no se den cuenta sus protagonistas se mimetizan con el color de las paredes. Y sienten que no pueden hacer nada. Ese chico que le pegaba a la pelotita saltarina de revés sin aire nunca se imaginó lo que vendría. El bar de los sábados ya no será el mismo. Ese que da la bienvenida hacia el salón del fondo. ¿Alguna vez lo fue? ¿Acaso alguna vez sintió ese calor que ahora reclama a gritos? Nunca lo sabremos. Quizás ellos lo considerarán.