jueves, 14 de julio de 2011

Amores de pelota

Los días transcurrían para Homero, que lamentaba desde lo más profundo de su ser que el desenlace no fuera otro. Lo sabía a ciencia cierta y le dolía la cabeza de tan sólo pensarlo, aunque ya las migrañas lo visitaban cada vez menos, también sabía que su historia era un ejemplo para los que quisieran escucharla.
Llegó una tarde más temprano que otras tardes al Club y agitado y sin sacarse el sobretodo invitó a los que pasaban por allí una ronda del mejor café de todo el barrio. Apoyó las manos en el respaldo de la primera silla que encontró en su camino y, justo cuando su voz comenzaba a quebrarse, les contó a sus amigos y no tan amigos que el fútbol lo había dejado.
            “Fue después del partido con Platense en que me di cuenta que se había ido”, comentó de a poquito Homero, mientras los chicos y los grandes y los más grandes escuchaban incrédulos su confesión. Cuando terminó el partido y sus compañeros comenzaron a abrazarlo y a palmearle la espalda, Homero sintió que estaba solo y miró hacia los costados de la cancha y más allá del arco para ver si el fútbol se había ido con el equipo visitante. Parecía que la pelota, que lo había acompañado siempre y nunca le había sido infiel, se iba despidiendo de a poco. Le llenó esa tarde la garganta de gol y le permitió por un día ser el protagonista de la fecha, demostrándole así su amor incondicional.
            Los entrenamientos ya no eran lo que eran para Homero. Y aunque todavía creía que era el mejor wing izquierdo del mundo su cuerpo no le respondía como antes. No necesitó de doctores para saber que el reloj biológico comenzaba a marcar las últimas horas de su carrera como futbolista profesional.
            “Les juro que volví a todas las canchas de mi vida y busqué en los rincones de cada vestuario por los que desfilé. Pasé dos inviernos y tres veranos sentado en las esquinas desde donde ejecuté miles de córners y hasta esperé ansioso en el círculo central para saber en qué me había equivocado. Recorrí las redacciones de los diarios y revistas que visité para ver si estaba, para que me dé otra oportunidad, pero no, el fútbol me había dejado, se había ido definitivamente”, sentenció más tranquilo Homero, saboreando despacio un café más ante los oídos firmes que llenaban el lugar.
            Por algún tiempo, Homero intentó aferrarse a los recuerdos, se acordó del primer caño que tiró en los potreros de su barrio a un flaquito más grande que él y de un gol muy lindo a la vuelta de su casa que lo hizo sentirse importante. Les contó con los ojos llenos de fútbol lo que sintió un viernes por la noche cuando se vistió por primera vez de futbolista y que las veces que la gente salió del estadio coreando su nombre eran momentos inigualables. Homero se acomodó en la silla y con un movimiento de manos reveló sin temor a la burla: “Es que nos enamoramos enseguida con la pelota. Fue amor a primera vista”. 
            Homero le dio un descanso por un rato a la memoria para atacar nuevamente con sus anécdotas de juventud, aunque ahora no era tan viejo para los viejos más viejos del Club, cerró los ojos y paseo una vez más por las canchas de España, Italia, Francia y Dinamarca, pero sabía tan bien como sabía que el fútbol es un juego y no un drama, que un día se cansó de los negociados que invadían esa intimidad tan suya que gozaba con la pelota y pegó la vuelta para demostrarle con su transparente experiencia, que los jugadores no son sólo Dioses venerados en sus inmensos templos, sino simples y vulnerables seres humanos. Como él, que después de gritar gol con la camiseta de todos sus días, sintió que estaba solo. Al final, se dio cuenta que, a pesar que sean buenos, los recuerdos son un parche que no nos dejan ver más allá de lo qué queremos ver.
-Mira que probó por otros lados. -comentó por lo bajo un colorado con una barba de tres días.
-Tenis, pelota a paleta, golf, ping-pong. Nada. -asintió un mozo con un leve movimiento de cabeza y gesto adusto.   
-Es que la pelota era parte de su vida, era única, ¿me entiende? Como el primer beso que nunca se olvida. -aseguró al pasar una señora muy elegante que lo miraba con otros ojos.
Y en ese preciso momento el silencio se adueñó de la sala.
Homero arrimó el pocillo de café a sus labios y después de un sorbo largo, estiró la espalda, se levantó y atrapó con las manos una pelota desgastada con la que dos chicos transpiraban de a ratos. La miró sin pestañar y la acarició por todos lados. Luego la dejó caer y con un sutil toque de zurda se la devolvió a sus dueños, que tenían anhelos, como los que él tuvo alguna vez. Es que Homero vivía y entendía al fútbol como ninguno.
Justo cuando la voz de Julio Sosa comenzó a hacerle un mimo a los sentidos desde el tenue sonido de una radio, que revelaba el paso del tiempo, un desconocido invitó a Homero a jugar un partido de pelota a paleta. Homero miró su reloj y agradeció el gesto, hizo unos pasos, se calzó el sobretodo y se sinceró gustoso: “Es que estoy apurado muchachos, en una hora tengo una cita con el fútbol, mi pibe debuta en la reserva con la camiseta de Ferro”.